Iba subiendo la ladera, sonriendo tímidamente cuando su mirada se cruzaba con la de algún paisano, sin llegar a arrimarse demasiado, como perro sin amo. Ha venido en el coche con el niño y su padre, sudando a chorros, con mascarilla y sin aire acondicionado. Luego, la subida a pleno sol de la empinada ladera hasta la ermita…
Las voces discordantes del coro durante la liturgia, entre las que destacaba algo chillona la de la señora Orosia, no desagradaron, sin embargo, los oídos de la que, según publicaciones especializadas, es la mejor arpista del país. En la comida popular, por fin, se encaran las dos mujeres que no han dejado de observarse la una a la otra durante la misa por el rabillo del ojo. La mayor escudriña de hito en hito a la más joven, la contempla a sus anchas, mientras le ofrece un plato de plástico con algo de comer.
- De Madrid, pues.
- De Madrid, sí.
Se miden con los ojos un instante, al cabo del cual la más joven baja sumisamente la cabeza. Escarba en el plato. Luego sube los ojos, y dice:
- Quiero mucho a tu hijo. Ni puñetero caso me hace.
Y se aleja.
Cuando se sirve el aguardiente, vacíos ya los porrones, todo el pueblo puede ver a la madre apurar un vasito y acercarse al hijo que, en pantalones cortos, juega a la pelota en la pradera con su crío; la madre suelta un par de frases escuetas que acaban con una pregunta; el hombre, barrigudo y algo calvo, agacha la testuz y asiente, colorado, pero sin ocultar del todo una sonrisa de complacencia.
La fiesta continúa. La cuñada de Orosia se acerca al fin y pregunta lo que tiene intrigado a todo el pueblo:
- Ixa, quí ye?
- Que no lo beyes, muller? No tiens uellos? Ye la miya nuara.
Y la fiesta prosigue, igual que comenzara.
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