Hubo un tiempo, antes de que se hubiera completado la creación y mucho antes aún de que el hombre alcanzase el conocimiento, en el que todo estaba sujeto al cambio, y los seres que en el mundo había todavía tenían la capacidad de transformarse, siempre que ello sirviese a algún propósito.
Y el propósito de una pequeña humana ibera ‐pues vivía en las riberas del río Hiber, hoy llamado Ebro, que andando el tiempo cedería el nombre de Iberia a la península por donde discurría su cauce‐ era buscar ese conocimiento que, a decir de los sabios antiguos, tenía forma de pez; porque a través de sus piernas de mujer había aprendido de la piedra el valor de la resistencia y del silencio, pero no la sabiduría de lo que fluye y fecunda; aquella última estaba, sin duda, en el aire, condensada en las nubes, de modo que partió en su busca desarrollando, desde el dorso de los brazos y hasta los costados, grandes plumas con las que se transformó en sirena alada o arpía, y a través de aquellas alas aprendió las leyes térmicas que crean las corrientes de aire… pero no el verdadero conocimiento de lo que se transforma y fecunda.
En busca de ese conocimiento emprendió el viaje del agua que cae, en forma de lluvia, fertilizando la tierra, y corre por entre las rocas formando cursos más o menos caudalosos. Sobrevolando uno de ellos, acertó la sirena a atrapar una trucha que coleaba cerca de la superficie del agua, y le preguntó si sabía cuál era el origen y el fin del movimiento del mundo. La trucha tuvo que admitir su ignorancia al respecto. “En los mares y océanos ‐ le dijo‐ hay peces más sabios y antiguos que nosotros, los de agua dulce; es a ellos a quienes debes hacer tu pregunta, pues guardan la memoria de aquellos tiempos en los que las aguas aún no se habían separado de la tierra. Iré contigo y te enseñaré a nadar para buscarlos”. Al punto, la pequeña arpía se transformó en una sirena acuática: sus piernas se recubrieron de escamas plateadas y sus pies se transformaron en aletas.
Al zambullirse entre las olas, sus largos cabellos se volvieron azules, como son los de las oceánidas y demás sirenas de agua salada; con la trucha en la mano izquierda, recorrió los mares y océanos en busca del conocimiento, y en un banco de arenques que se movía con soltura como guiado por una única mente, atrapó con la mano derecha y preguntó a uno de aquellos peces, pues parecían saber de manera intuitiva cuál era la dirección del movimiento del mundo; pero el arenque le confesó su ignorancia, y le dijo: “Los peces que mejor conocen los principios que mueven las aguas de los mares y de los ríos son los salmones, pues ellos tienen la capacidad de vivir en ambos mundos y remontar todas las corrientes, por fuertes que estas sean. Te acompañaré a buscar al salmón que remonta cada año el río Ebro desde el Mediterráneo, y a él le podrás preguntar sobre el conocimiento que estás buscando”.
Así que la sirena, con la trucha en la mano izquierda y el arenque en la derecha, ascendió por el delta del Ebro y se apostó en un meandro a esperar al sabio salmón que, según sus amigos, era el depositario del conocimiento…
Así que la sirena, con la trucha en la mano izquierda y el arenque en la derecha, ascendió por el delta del Ebro y se apostó en un meandro a esperar al sabio salmón que, según sus amigos, era el depositario del conocimiento; y aunque había aprendido en los océanos a cantar como los cetáceos, aún no sabía hablar. De entre las palabras que, en su paciente espera, aprendió en aquellas tierras, una de las primeras fue ‘anyoranza’, que era la forma que en catalán adoptaba la palabra latina ‘ignorantĭa’, con la que habían expresado su ignorancia el arenque y la trucha y que, río adentro, se transformaba en la castellana ‘añoranza’: la que sentía el salmón del espacioso mar cada año, al remontar el Ebro.
Porque el salmón tardaba y tardaba… y cuando al fin apareció, la sirena, que tenía ambas manos ocupadas con la trucha y el arenque, viendo que no lograría
apresarlo comenzó a cantar la melodía que había aprendido de los grandes cetáceos marinos, y el salmón, traspasado por la añoranza de aquel canto que tantas veces había escuchado a las nereidas del Mediterráneo cantar a lomos de los delfines, iba en pos de la hermosa sirena del Ebro, cuyos cabellos se habían vuelto verdes como el color del agua de aquel río profundo, embelesado.
El paradero de aquella sirena y de sus tres amigos se pierde después entre la maraña de leyendas que hablan de ninfas, ondinas y otros seres fantásticos que
poblaron la antigua Iberia. Pero que su existencia fue un hecho indudable, lo sabemos por las mismas piedras que pisó cuando aún tenía piernas; de ello da fe el Castillo de Loarre, desde donde nos mira para siempre la sirena con la trucha en la izquierda, el arenque en la diestra, y el salmón que posee el conocimiento del mundo ascendiendo hacia ella por efecto de la añoranza que su canto despertaba en su alma. Y de ese modo el movimiento y transformación constante del mundo está en la piedra del castillo de Loarre representado por las colas de esos tres peces que, girando en una misma dirección, conforman una hélice o trísquel en perpetuo movimiento que hace que el agua fluya desde los cielos hacia los ríos y de ellos a los mares y océanos en una
rueda infinita. La hélice , el trisquel o el triskelion formado por las colas de los tres peces representa la evolución y el crecimiento que proporcionan el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu, la trinidad del pasado, el presente y el futuro como manifestación de la unidad del principio y el fin: la eterna evolución y el aprendizaje interminable.
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