Suelo, en estos artículos que aquí escribo, referirme a personajes mitológicos, legendarios o bíblicos y mezclar sus vidas con las de otros personajes inventados pero más actuales. Cuando tales personajes inventados son femeninos y dejan transparentar su intimidad, hay quien me atribuye una intención veladamente autobiográfica, e incluso algunos amigos bienintencionados en ocasiones me han llamado para saber si me encuentro bien, dado que mis personajes son a menudo seres lastimados (no porque yo misma me sienta lastimada o pretenda ventilar mis heridas, sino porque, no siendo persona de grandes inclinaciones ni religiosas ni políticas, suelo ponerme, eso sí, de parte de los que más sufren). Pero escribir sobre el sufrimiento no significa padecerlo, del mismo modo que no involucrarse en movimientos políticos o religiosos no equivale a ser apolítico ni ateo: nada más lejos de la realidad, en general, y de mi actitud personal, en particular. De hecho, y para decirlo con toda claridad y en primera persona, sin las ambigüedades de la ficción literaria, yo creo firmemente que el ser humano es un ser espiritual y también un ser político. Lo primero es consecuencia de su vida interior, que lo conecta con lo que solemos llamar “alma”; lo segundo deviene de su contacto con el exterior, de su naturaleza de animal social que vive en comunidades muy complejas, las cuales requieren ser organizadas. Espiritualidad y política, por lo tanto, son para mí consustanciales a lo que el ser humano pueda ser “en esencia”: ni una bestia, ni un dios, pero quizás partícipe de ambas naturalezas.
Por eso, y pese a que comparto la idea de que el amor es revolucionario, la bondad más saludable que la maldad y el optimismo más útil que el pesimismo, en estos tiempos confieso que la pesadumbre, la inquietud e incluso el miedo se van apoderando de mi alma y a veces temo que lleguen a penetrar incluso hasta lo más recóndito de mis pobres tuétanos mortales. Diré ahora por qué.
Vivimos un nuevo repunte del fascismo. Recientemente me han corregido diciendo que no estamos viéndole la cara al fascismo sino al populismo, y que aunque la segunda haya sido parida por la primera, no es la misma Bestia. Un líder populista, dicen, simplemente habla por boca de su pueblo, se constituye en la voz de su pueblo y pasa a “ser” el pueblo, de modo que lo personifica hasta el punto de que el pueblo solo se conoce a sí mismo a través de su líder. Es una fórmula política de “identificación” unívoca, que exige y permite al líder populista (como reacción ante la corrupción, la desigualdad, la descomposición democrática, la amenaza exterior o lo que sea alegado en cada caso) manifestarse de forma autoritaria e inflexible, y nada más. Hay populismos de izquierdas y de derechas, argumentan. El sistema democrático, en principio, no está cuestionado.
Pero yo no lo creo así. Porque el objetivo de cualquier populismo es “barrer” a todos los demás y con todo lo demás (partidos, movimientos sociales, instituciones, etc.). El populismo es el nuevo nombre con el que se trata de conservar el legado fascista haciéndolo pasar por una ideología respetuosa con el sistema democrático. Algo así como una “tercera vía” entre el liberalismo y el socialismo, una dictadura en clave democrática –un absurdo–. Si el fascismo es el lobo feroz que pretende comerse al cordero amparado por la ley del más fuerte, el populismo no es sino el lobo vestido con la piel de ese mismo cordero que ya se zampó. Porque cuando un pueblo da su confianza en exclusiva a un líder populista, es decir, cuando niega la legitimidad de cualquier opción “distinta” a la representada por esa mayoría popular, ya se ha ofrecido como merienda para el lobo: a eso, en nuestro refranero, se le dice “comulgar con ruedas de molino”. Estamos ante un tipo de fascismo que ha aprendido a socavar la democracia desde dentro, sin destruirla en un principio, pero con el objetivo claro de convertirla en una dictadura. Una dictadura que gobernará, sin dejar resquicios para lo diferente, nuestros cuerpos políticos exteriores y nuestros cuerpos espirituales interiores. Así lo expresa incluso un pensador tan poco ortodoxo e incluso tan políticamente controvertido como Lévy: “El populista será inevitablemente nacionalista […] El populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de generar enemigos, pues, si no, ¿cuál sería el medio para reunir su propio cuerpo en una identidad recuperada? El populismo es una propedéutica del odio, de la exclusión y, en definitiva, del racismo.”[1]
Aunque no todo lo que dice me inspire confianza, estoy de acuerdo con Lévy en que el odio es la base del populismo, tanto como lo es del fascismo, sólo que el primero rechaza -con la boca pequeña- la violencia y el segundo la ensalza; pero eso es así porque todavía tenemos reciente en nuestra memoria las atrocidades del fascismo (tanto como los horrores de las ideologías de signo sólo aparentemente contrario, como el estalinismo), resultado de una descarada e idealizada apología de la violencia, por la que todavía sentimos rechazo; por eso el populismo trata de hacernos tragar la misma amarga píldora, pero encapsulada, blandamente recubierta para que el mal trago resulte más llevadero.
Lo preocupante, para mí, es que empecemos a ver como normal que en nuestras sociedades haya que tragarse ese sapo del más descarado totalitarismo, en nombre del populismo, del comunismo, del nacionalismo, del fascismo o de cualquier denominación que se le quiera dar. El pesimismo que me devora es fruto de constatar cómo se cumple el terrible escenario totalitario que poéticamente profetizara Juan Ramón:
Lo querían matar
los iguales
porque era distinto.
Si veis un pájaro distinto,
tiradlo;
si veis un monte distinto,
caedlo;
si veis un camino distinto,
cortadlo;
si veis una rosa distinta,
deshojadla;
si veis un río distinto,
cegadlo…
si veis un hombre distinto,
matadlo.[2]
La pluralidad ha dejado de ser la base ideal de las sociedades democráticas, para dar el poder absoluto a las populistas mayorías. Las inmensas minorías de seres distintos, parafraseando el célebre poema de Juan Ramón, ya están perdidas de antemano, y serán, un día, pasto de inquisitoriales cuestionamientos, pasto de hogueras para herejes, pasto de las hordas populistas, pasto de las llamas del totalitarismo, pasto de la violencia nacionalista… pasto que vuelva a recubrir la tierra de las fosas comunes.
Del mismo modo que los personajes de ficción no son necesariamente trasuntos del autor, cambiar el nombre a las cosas no es cambiar las cosas mismas. Llamar populismo al fascismo no significa haber acabado con el fascismo, aunque el cambio de nombre nos tranquilice un tanto. Por eso, seguiré en esta columna, este año y el que viene, hablándoles de Ana, de Hércules, de Marta, de Juan el Bautista o de Penélope. Por eso, ni en este ni en mi próximo artículo mencionaré a Trump, ni a Berlusconi, ni a Putin, ni a Chávez, ni a Bolsonaro ni a esos otros recientes líderes populistas de por aquí que todavía no sé ni cómo se llaman, pero les hablaré, seguro, sobre Dédalo: el arquitecto que construyó el Laberinto.
[1] La cita es del filósofo Bernard-Henry Lévy, de su artículo “¿Qué es el populismo?” publicado en el diario El País del 30 de diciembre de 2016.
[2] Extracto del poema Distinto, escrito en el exilio por Juan Ramón Jiménez.
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