Cerca ya de su muerte, cuando todavía no había cumplido los 60 años de edad, el astrónomo que hubiera querido ser teólogo miraba las estrellas, mientras hacía girar una margarita entre los frágiles dedos protegidos por mitones, recordando aquella noche del año 1577 en la que su madre le había llevado a un alto para avistar el paso de un cometa. El delicado niño, nacido sietemesino y con la vista debilitada como consecuencia de unas viruelas contraídas a los tres años, jamás olvidaría la emoción de aquella noche en la que, por primera vez, escuchó la música de las esferas. Y ya nunca dejaría de interpretar, mentalmente, aquella música celestial que no se puede oír porque, como argumentaron los sabios griegos de la antigüedad, estamos tan acostumbrados a ella que la tomamos por lo que desconocemos y que es precisamente su contrario: el silencio.
Pasado el tiempo, Johannes Kepler creyó haber encontrado el secreto de esa música en los aspectos con los que los astrólogos representan la distancia en grados que mantiene en nuestro sistema solar separados a los astros entre sí en cada momento de su orbitar. A pesar de ser un copernicano convencido, había retomado la larga tradición según la cual los cuerpos celestes emiten al moverse en el espacio unos sonidos perfectamente armónicos conocidos como música de las esferas o música de los astros, pero observó que los planetas no eran perfectamente esféricos, y también carecían de perfección sus órbitas, las cuales no dibujaban en el espacio círculos, sino elipses, y además, la velocidad de su movimiento – y por consiguiente su tono- dependía de la mayor o menor proximidad en la elíptica con el sol, de modo que concluyó que los sonidos estaban en relación con los aspectos: trígonos, sextiles, oposiciones o cuadraturas sonaban desde hacía años en la imaginación de Johannes; dedujo que, puesto que cada persona nace bajo un cielo distinto, el mapa astral es a cada una como la partitura que representa su melodía interna, y de todas las melodías que había escuchado, sin duda la más armoniosa era la de su amada hermana Margaretta, quien le había cuidado con amor y compasión durante su enfermiza niñez; esa partitura era la que, en las noches gélidas de Tübingen, interpretaba mentalmente Kepler mientras, girando una margarita entre los dedos, simulaba los movimientos de rotación y traslación de los cuerpos celestes, como en una danza en la que las mareas eran el vuelo de tul del vestido de su hermana atraído por la luna… Kepler sentía adoración por Margaretta, porque era perfecta y las estrellas la habían adornado con la música más bella, y siempre le había extrañado la idea (por incomprensible) de que un ser tan celestial pudiera haberle amado y no experimentado, en cambio, repugnancia por su endeble y enfermizo cuerpo.
La admiración de Margaretta por la inteligencia de Johannes y la compasión ante lo imperfecto de su cuerpo, feo, débil y falto de salud, ayudó al científico a comprender que la imperfección de las formas elípticas merecía sustituir a esas otras -de mayor perfección- circulares atribuidas primeramente a los planetas y a sus órbitas. Los planetas y sus órbitas presentaban para Kepler, sí, un aspecto imperfecto, ¡y sin embargo, su música era perfecta! La música que no se puede oír, al igual que el amor que no se puede entender, emite hermosas ondas que conocemos con el nombre de ARMONÍA y que son las que mueven los astros, las mareas e incluso el tallo de una margarita que un cansado astrónomo hace girar entre sus dedos recordando el nombre y la perfecta melodía interna de su hermana adorada.
Aquella música de las esferas que soñaba Kepler en forma de ondas, y que varios siglos después la extraordinaria intuición científica de Albert Einstein volvió a predecir como vibraciones en el espacio-tiempo, el material del que está hecho el universo según su Teoría de la Relatividad, han sido detectadas recientemente por el LIGO (Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales) en EE.UU. Las ondas gravitacionales, viajando teóricamente a la velocidad de la luz, han sido comparadas con las ondas que se mueven en la superficie de un estanque o el sonido en el aire, pero con la particularidad de poder deformar el tiempo y el espacio: la ciencia, parece, siempre acaba demostrando cómo resuenan en el Universo los sueños de los hombres.
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