Una pareja se junta para comer a la salida del trabajo. Un restaurante de aire sofisticado, pero si miras la carta no deja de ser un fast food moderno. Una ensalada, lechugas, rábanos, zanahorias y un toque de patata hervida fría que acompaña. Un plato de pasta con una ligera salsa de carne. Algo dulce para postre, pero no mucho.
Cada vez más los jóvenes urbanos controlan la calidad de su alimentación, ajustan las cantidades de grasas y salsas para poder seguir trabajando hasta las tantas sin la pesadez de la digestión. Trabajo al que se desplazan en transporte público y completan el último tramo con el servicio de bicicletas. Tienen conciencia ecológica, gastan poca agua y separan los residuos. ¡Quien no los querría para la familia!
No saben, ni tienen porqué aunque no les vendría mal, que las lechugas han requerido un consumo muy importante de agua desde que fueron sembradas, trasplantadas, recolectadas, seleccionadas (y muchas desechadas) y embolsadas en atmósfera inerte para que hoy lleguen a su plato como recién cogidas.
Que para que ellos puedan comerse esa divina salsa de carne, hubo que plantar forraje, que consume agua y energía, alimentar a una vaca, de la que nació la ternera que unos meses después, sacrificada con toda higiene y garantía, se despieza y pica hasta llegar a su plato. Y no sigo con el postre o el vino.
La bicicleta con la que se mueven requirió una gran cantidad de energía para fundir la bauxita y obtener el aluminio, que debidamente aleado, dio forma a los tubos que forman el cuadro. Aluminio que se obtiene en lugares rurales, alejados, donde los embalses o las térmicas producen la ingente cantidad de energía que se necesita para fundirlo.
La vida urbana consume, indirectamente, una enorme cantidad de agua y energía, que debe sumarse a la gasta de forma directa. Consumos que, en la estadística y el imaginario colectivo, se imputan al medio rural, ese sitio donde gastan tanta agua en regar y les encanta hacer pantanos.
La vida urbana consume, indirectamente, una enorme cantidad de agua y energía, que debe sumarse a la gasta de forma directa. Consumos que, en la estadística y el imaginario colectivo, se imputan al medio rural, ese sitio donde gastan tanta agua en regar y les encanta hacer pantanos. Empobrecidos, los habitantes rurales tuvieron que emigrar, dejaron casi abandonados sus pueblos, con lo que hoy se ven rodeados de paisajes bien conservados.
Cada vez que se propone una gran inversión que implica modificar una mínima parte de este espacio se encuentran con la oposición activa de personas que se creen que las cosas nacen en la nevera y tienen acceso ilimitado a los medios de comunicación.
He visto en change.org una recogida de firmas contra un lago artificial que quieren hacer en el pueblecito aquel donde estuvimos en Semana Santa. Lo van llenar de apartamentos, comentan durante la comida.
Ahora están empeñados en que desaparezcan las circunscripciones electorales provinciales (porque las provincias poco pobladas distorsionan los resultados, dicen). Cuando en los pueblos empezábamos a levantar cabeza con unos servicios dignos, qué ocurrirá si en el Congreso no hay diputados de Huesca, Teruel, Cuenca, Jaén, Zamora, Palencia, etc. Los habitantes del medio rural no existiremos y no necesitaremos inversiones para pagar costosos servicios de dudosa viabilidad económica.
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