“España, este país de todos los demonios”, escribió Gil de Biedma. Ahora parece que se les llama de otro modo: perversos, narcisistas, maltratadores, manipuladores, acosadores morales. Con sus endiabladas malas artes confunden nuestras vidas hasta hacernos perder el rumbo y la cordura, para así dirigir nuestros pasos, equivocar nuestros caminos. Dominan los medios de comunicación, les encanta el poder. Mienten descaradamente mostrando gran seguridad en lo que dicen con el fin de hacernos dudar de nosotros mismos y de la verdad de las palabras y los hechos; defienden sus mentiras con argumentos impecablemente construidos sobre premisas falsas, y esparcen niebla en los corazones y las mentes, la duda que los psicólogos llaman «luz de gas». Incapaces de afectos verdaderos, construyen relaciones clandestinas, en las que pueden llegar a convivir con la pareja, pero la mantienen oculta en el ámbito social y familiar. O aquellas otras en las que, bajo una aparente y falsa liberación sexual conocida bajo el eufemismo de «poliamor», se diluye la falta de compromiso para seguir estando libre en el mercado sexual. “Cuando tienen que separarse, los perversos se presentan como víctimas que han sido abandonadas. Esto les asegura el mejor papel y les permite seducir a un nuevo compañero consolador», aclara Marie-France Hirigoyen[1]. Son envidiosos, malintencionados y rencorosos. Estos demonios de la vaciedad necesitan nutrirse de la energía positiva de sus víctimas, a las que dan a cambio toda la negativa que ellos llevan dentro; se aprovechan de la buena voluntad y de las ideas de los que les rodean para quedarse después con todo el mérito; ningunean a sus colaboradores y les roban lo que tienen y aportan: “Los bienes a los que nos referimos son rara vez bienes materiales. Son cualidades morales difíciles de robar: alegría de vivir, sensibilidad, comunicación, creatividad, dones musicales o literarios… Cuando la víctima expresa una idea, las cosas suceden de tal modo que la idea formulada deja de ser suya y pasa a pertenecer a su agresor”, sigue diciendo Hirigoyen. “Si el envidioso no se hallara cegado por el odio, podría aprender a adquirir una parte de esos dones a través de una relación de intercambio”, pero no lo hace pues en tal caso perdería esa cómoda actitud de víctima que le sirve para atraer o seducir a aquellas personas que le intentan consolar o ayudar, antes de arrinconarlas en una posición de culpabilidad o sensación de incapacidad. “Ignoran los verdaderos sentimientos y, muy especialmente, los de la tristeza y el duelo. En ellos, las decepciones producen ira o resentimiento, y un deseo de venganza […] Cuando un perverso percibe una herida narcisista (una derrota o una repulsa), siente un deseo ilimitado de obtener una revancha. No se trata, como sería el caso en un individuo colérico, de una reacción pasajera y desordenada, sino de un rencor inflexible al que el perverso aplica todas sus capacidades de razonamiento”. Su odio destruye, mancha la reputación de la víctima, o la borra de todo cuanto de bueno hizo.
En la seguridad de que contra estos demonios cotidianos no hay mejor defensa que un buen ataque, lo más indicado es salirles al encuentro. En otras épocas se los arrojó a la oscuridad de los barrancos, y allí es donde deben estar; pues para proteger nuestros caminos y asegurar el paso franco de sus encrucijadas, desde tiempos inmemoriales se han levantado hitos protectores. En el angosto acceso al valle de Tena encontramos topónimos de referencias diabólicas, como la garganta del Diablo, el puente del diablo, el salto del Diablo o las fuentes del Infierno. Según el tensino del siglo XVIII Fray León Benito Martón, la ermita de Santa Elena fue lugar de acontecimientos prodigiosos y, situada en alto, a la entrada del valle de Tena, representa la cristianización de este paso dominado por los diablos. Este punto sagrado está reforzado simbólicamente por la cueva de Santa Elena, la fuente de La Gloriosa y un dolmen de carácter protector[2].
Si uno quiere sacar de su vida a todos esos pobres diablos que se aprovechan de su buena voluntad, viajará sin dudarlo muy al norte: al barranco del Infierno, asociado a los topónimos de las Comas y Canals de l’Infierno –entre Yésero y Gavín– que evoca la presencia del diablo en esta zona de la sierra Tendenera, donde incluso tiene su propia cueva, el Forato os Diaples. De espaldas a Yésero, en la cumbre de Sobrepuerto y en la zona de Cortillas y Basarán, dominando la divisoria de las cuencas del Gállego y el Ara, se halla el topónimo de Sarradiblo, que parece aludir a la ‘sierra del diablo’ que se extiende hacia el monte Oturia.
He leído que el topónimo Serrablo, del se dice que “de Sarrablo, hasta el aire es malo” aparece en 1054, pero no sé si pudo denominar una ‘sierra del diablos’: “un topónimo como ‘Serrablo’, alude a un terreno abrupto, montañoso, con numerosos barrancos, y vertientes suficientemente escarpadas; pero la forma más genuina es ‘Sarrablo’, también ‘Sarrauli’, ‘Serrabol’ o ‘Serrallo’. Es probable que provenga de la forma latina SERRA (sierra), aunque también puede tener raíces prerromanas, de BOL (cerro), como en Boltaña o Boleya (Bolea); o quizá del vascón SARRA (tierra arenosa), quedando como monte de tierra arenosa.” [3] Lo cierto es que hay numerosas iglesias mozárabes que jalonan la zona atestiguando la victoria contra antiguos demonios.
El antropólogo Ángel Gari, especialista en la mitología de la ruta de la romería solsticial hacia Santa Orosia, que tiene lugar cada 25 de junio, señala que «hasta mediados del siglo XX, endemoniados del norte de España y del sur de Francia acudían ese día en busca de ayuda y remedio, tanto a este lugar como a la catedral de Jaca». Ahí queda el dato, por si, como a mí, les conviene ir preparando el viaje. Antes de que se me lleven los demonios, tengo pensado ir yo misma a buscarlos. A librarme de todos y cada uno de ellos. A Santa Orosia y Santa Elena. De propio.
[1]Marie-France Hirigoyen: El acoso moral
[2]Visto en https://www.lamagiadeviajar.com/pdf/MAGIA80Labrujeria.pdf
[3]Daniel Lerín y Teresa Tiñena: Toponimia de la baja Guarguera. Pirineum Editorial, Huesca, 2006
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