Venía yo estos últimos días dándole vueltas a una conversación que tuve no hace mucho con un amigo del colegio, hoy hombre cabal que trabaja en la Universidad Autónoma, quien me advirtió, al contarle yo que atravesaba por una situación en la que jamás hubiera imaginado que me vería, que ahora se me aparecerían por doquier personas en esa misma situación: “Cuando estás embarazada, todo son embarazadas, cuando tienes hipertensión, todo son hipertensos”, comentó mi amigo. Y es la pura verdad. Pero lo más curioso no es sólo que veamos lo que queremos ver, sino que escuchamos o leemos aquello que corrobora nuestros pensamientos, y así, en consecuencia con esto último, de nuestra larguísima conversación de horas lo que recuerdo mejor de cuanto mi amigo me dijo es que “hay cosas que nunca se deberían verbalizar”, porque ya venía yo desde hacía varias semanas pensando en este artículo y en cómo hablarles a ustedes sobre las virtudes que en muchas ocasiones tiene el guardar silencio.
Y es que es verdad que, si bien lo pienso, algunas relaciones importantes de mi vida, ya fueran de amistad, de amor o de trabajo, se terminaron yendo al traste por culpa de las palabras; algunas veces de un modo fulminante y definitivo, imposible de reparar, causado por una palabrota intolerable; y muchas, muchas veces, por causa de esas palabritas que se dicen sin reparar en su calado, las dulces palabritas que nunca comprometen porque se dijeron para contentar a otra persona y sin intención de hacer daño, esas pequeñas concesiones, esos halagos, esas medias verdades dichas con boquita de piñón, esos caramelillos acústicos con los que nos engatusan y engatusamos, y de pronto un día estamos enredados en el toma y daca de los “tú me dijiste que” y los “yo nunca quise decir que”, los redundantes “te vuelvo a repetir lo que siempre te digo” y los “pero cómo has podido decirme esto o lo otro”… Un lío de mil demonios.
Pero debo confesarles que el bacilo de estas reflexiones surgidas de la conversación con mi amigo ya me había sido instilado por la lectura de una de las novelas más singulares que ha caído en mis manos y que acabo de terminar de leer no hace mucho: “Octimana”, de David Serrano Dolader[i]. Entre los estrambóticos personajes de esta novela˗carrusel hay unos, los duales, que se citan en una plaza octogonal para debatir sobre ocho temas prefijados para cada uno de los ocho días que dura la ‘octimana’ (los límites del infinito corresponde al primer día, por ejemplo), con armas bien distintas: para rebatir el discurso retórico y detalladamente argumentativo del cuentacuentero, su oponente, el oídor, pronuncia una retahíla, es decir: fulmina a su adversario dialéctico con una sentencia breve que suelta del modo más inoportuno posible, pero necesario para que el debate pueda continuar, pues en el fondo allí ambos personajes «conformaban un solo ser, desgajado por una comunicación en busca de su propia balanza. El arte del desequilibrio tensaba los lazos entre ambos. Cada pieza necesitaba de la otra para sobrevivir aunque ambas supieran que no es fácil hacer trenzas en una cabeza calva»[ii]. Así, con gran sentido del humor, el narrador nos va presentando a través de los hilarantes diálogos de los duales debates sobre el aburrimiento y el trabajo, o acerca de lo que es llorireír, o en qué consiste el placer, o sobre el poder creador de las palabras:
« ˗˗Lo mismo nos sucede con los manjares: acederas a la francesa, arenques ahumados, centollos al horno, pastel de perdiz, pinchos de dátiles, zumo de setas. ¿De qué nos sirve saber estos nombres si nunca probaremos su sabor? De mucho, de mucho, Alisio. Conociéndolos ya no son un misterio para nosotros y, como todo aquello que ya ha sido desvelado, no sentimos deseos de destapar sus encantos. Conocer siquiera sea sus nombres nos evita problemas y frustraciones innecesarias. Ni tú ni yo nos indigestaremos nunca con unos centollos que no estén frescos porque simplemente nunca comeremos centollos. Eso sí, si no conociéramos su existencia se nos privaría del placer que da saber que jamás nos intoxicaremos con ellos. Somos, pues, inmensamente felices; casi me atrevería a decir que exageradamente felices. ¿Te puedes imaginar, en realidad, lo aburrida y descorazonadora que resultaría una cena con una bella mujer, sentados a una mesa con cientos, con miles, con millones de centollos? ¡No quiero ni pensarlo! ¡Qué asco! Hay que desear la idea, el nombre; no la cosa». [iii]
O sobre las creencias, los principios o el poder del lenguaje:
«Para ser hombre basta con creer que se es. Y el hombre, tú y yo, ha nacido, hemos nacido, para el placer. Y lo importante no es alcanzarlo, sino creer que lo hemos alcanzado. Podemos crear ese placer con la palabra, cocinada al baño María o sofrita con ramitas de música. ¿Sabes por qué los cangrejos caminan hacia atrás? Simplemente porque siempre están buscando su juventud, aunque saben que no la recuperarán nunca jamás. Y, a pesar de saberlo, siguen fieles a sus principios, eso es lo que les da la razón de ser y eso es lo que permite mantener el orden de las cosas. Imagínate la catástrofe que se produciría si a un cangrejo, a uno solo, le diera un día por ponerse a caminar hacia adelante. A él le seguiría otro, y otro, y otro más. Con el paso de los años todos marcharían hacia adelante; y entonces el resto de los animales deberían volver a buscar el equilibrio perdido: cebras, cucarachas, monos, tapires y jirafas se pondrían a caminar hacia atrás, buscando así la relación equilibrada con los cangrejos. Y eso no es lo grave; lo peor vendría cuando, poco más tarde, también los leones, los gatos, los caballos, las ratas siguieran el mismo camino. Y los peces y las aves. Entonces el derecho sería el revés, y el revés sería el derecho. Y nosotros, tú y yo, estaríamos en un dilema imposible de resolver: si siguiéramos caminando hacia adelante, tendríamos complejo de cangrejos; y si nos decidiéramos a marchar hacia atrás, no tendríamos futuro sino mero pasado. Todo debe, pues, seguir como está y nuestra única posibilidad de disfrute es creer que creamos y crear lo que creemos. Créeme, Alisio». [iv]
El problema de las creencias, que parece preocupar sobremanera a los duales, está también tratado más adelante: «Hay que creer en algo, por obligación, por devoción o por escorpión. Pero lo importante es creer. Para Dios lo básico es creer y crear; para el hombre, creer y criar; para la rana, creer y croar. Pero, en fin, todo es creer».[v]
Pero es en el último capítulo, el octavo de esta octimana en la que todo acaba para volver a comenzar de nuevo[vi], donde los duales hablan sobre el silencio, y no me puedo resistir a transcribirles algunos de los argumentos que a mí más me subyugaron y convencieron:
« ¡Cuánto más vale el silencio que la palabra! Es un acto de reconocimiento, de sumisión a nuestras propias limitaciones y cortapisas. El silencio es más natural, más directo, más profético. Piensa lo ridículo que resultaría ver a una manzana confesando abiertamente a otra su amor. Las dos caen de un mismo árbol, ruedan los mismos caminos y, al final del viaje, quedan juntas, abrazadas, sensuales, callándose un mutuo amor que ya conocen. […] No te estoy diciendo con esto, querido Carranco, que sea absurdo hablar, encadenar sonidos que forman cadenas […] Yo podría callar todo cuanto quiero decir, pero en ese caso tú serías incapaz de apreciar como se merece mi culto a la palabra silenciosa y al discurso desleído. Ese es el problema, Carranco; sólo hablando puedo proclamar el poder del silencio. Solo cuando la catarata rompe con estrépito sobre el fondo de la garganta es posible admirar cuán bella sería sin cinta sonora. La música se comprende únicamente si se compara con el silencio, si se piensa lo difícil que resulta encadenar notas en sinfonía de sordina. Mi discurso es, por ello, un acto de rebeldía que quiere afirmarse negándose a sí mismo […] Sí, Carranco, embarullado mundo del silencio. Calla la fuente cuando el peregrino apaga su sed cortándole el chorro. Calla la rosa cuando la hieren al quitarle sus dulces espinas. Calla el navegante cuando se ahoga junto a sirenas de cola plateada. Calla el silencio cuando se abre la caja de los vientos. Solo el libro habla, con palabras de viento en remolino de ideas. El universo se abrasa con el carro de Faetón. Robo y delirio de palabras […] ¡Robos, robos, robos! Para que nada permanezca, aunque todo quede; para que nada se descubra tras la piedra que tapona la entrada al tesoro del texto. El robo de la palabra dejará un vacío que signifique esencia, que transmita el poderío de su propio aniquilamiento: destrucción de cenizas que renacen de su fuego íntimo, profano y letrado. El final se aproxima con galope de compás; cada trazo, cada línea, es un paso que se acerca a la meta de salida. Se han querido conquistar territorios ya mil veces conquistados, se han querido fijar reglas para ordenar el caos ».[vii]
Acabada la octimana, acaba la novela; acaban los ocho días de plazo, y vuelta a empezar. En este último capítulo, que es el más poético también, el autor se ‘entromete’ para interpelar al público lector, en una suerte de ‘captatio benevolentiae’ que se justifica en la consideración de su novela como “novela˗rueda” o “tiovivo galimático” y que coincide con lo que reza en la contra del libro: Octimana es una novela de estructura circular que presenta una particular visión del carrusel de la vida y de la muerte a través de peculiares personajes que, entre soles y sombras, van desgranando temas vitales y/o triviales a través de un lenguaje lúdico y expresivamente marcado. Se mezclan en la obra la desesperanza por el repetirse de los días con la esperanza en el cáliz liberador del juego y el humor…
Si todo empieza y termina siempre del mismo modo, eternamente, en un ciclo infinito (no parece casualidad que el primer debate de la octimana verse sobre “los límites del infinito”) no podremos sino darle toda la razón a mi amigo del colegio cuando decía que “hay cosas que nunca se deberían verbalizar” porque, al hacerlo, ¿no nos estamos condenando a volver eternamente a hablar de ellas, como los duales en esa plazoleta octogonal que representa el carrusel de la vida? Antes de verbalizar algunas cosas, aun aquellas que consideramos nuestras más auténticas ‘verdades’, no estaría de más reparar en que al hacerlo nos convertiremos irremediablemente en los cuentacuenteros de nuestras propias verdades. Y otro tanto vale decir para los que escribimos.
¿Habrá alguna manera de comunicarse, entonces, que no se acabe convirtiendo en un atolladero, habrá una fórmula que nos redima y permita escapar del círculo “eternal” (por eterno y por infernal) de las palabras? Pues no lo sé, pero, por si acaso, léanse “Octimana”, porque les hará disfrutar y reírse mucho, e incluso puede que les ponga sobre la pista de algo que responda a esas preguntas; a mí me da en la nariz que, de todas las formas de comunicación humana, la que más se parece al silencio es la poesía:
«Es suave silencio sin suma ni sigue. Se sabe, se siente, se seca, se sopla en un soplo de viento que cabe en la sopa. Sabroso silencio siguiendo su senda. Suave ritmo mudo que rompe la estepa».[viii]
Susana Diez de la Cortina Montemayor, diciembre de 2017
[i] David Serrano Dolader (Caspe, 1963) es Profesor Titular de Lengua Española en la Universidad de Zaragoza.
[ii] Serrano Dolader, David: Octimana. Ed. Eclipsados. Zaragoza, 2011, pág. 77
[iii] Op.cit., pág. 72
[iv] Op.cit., pág. 76
[v] Op. cit., pág. 120
[vi] Así nos lo indica el narrador en la pág. 95: “…y, una vez más, el movimiento anunciaba que todo se ponía en marcha para no cambiar nada”.
[vii] Op. cit., pág. 188-193
[viii] Op. cit., pág. 192
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