‘Yana’ es el nombre que se daba a unas tribus amerindias, que habitaron territorios salvajes de Sierra Nevada al norte de California, hoy extinguidas. Fueron brutalmente exterminadas por los colonos estadounidenses. En su lengua, ‘ya’ significaba persona, y el sufijo ‘na’ hacía referencia al norte, por lo que ‘yana’ sigificaría algo así como ‘gente del norte’.
La misma palabra en sánscrito significa ‘viaje’ o ‘camino’, y su sentido dentro del budismo y del hinduismo constituye una metáfora de la práctica espiritual como de una senda que hay que recorrer.
Por principio, ninguna de las yanas o sendas espirituales resulta llana, aunque así lo pueda hacer pensar la semejanza fonética. Tal vez por causa de esa semejanza, en nuestro idioma se confundió la palabra árabe que significa paraíso, ‘alyana’, con el sobrenombre dado a Córdoba, de ahí que a esta ciudad se la denomine desde antiguo como Córdoba “La Llana”, pero no por serlo, sino por su consideración paradisíaca.
Leer poesía a veces nos conduce por meandros mentales tan inspiradores como estos. Porque estoy leyendo en Córdoba, La Llana, un libro que remite a otros paraísos perdidos, los de la infancia, y a otros caminos que llevan hacia el norte, nuestro norte peninsular, que es el de nuestros Pirineos, no menos agrestes y salvajes que aquellos de los yana norteamericanos. Me estoy refiriendo al último libro de poemas de José Luis Gracia Mosteo titulado “Campos de Aragón”[i], con el que su autor, que vive en Madrid, tras un preámbulo alusivo al covid en el que habla de “la ciudad enferma”, estrecha un círculo obsesivo con el que, en apóstrofe directo a la Muerte tanto al principio como al final de sus cuatro capítulos elementales (la tierra, el agua, el aire, el fuego), pretende representar la asfixia de ese campo aragonés de sus recuerdos:
Déjame, Muerte, que cuente
cómo el cielo está en la tierra,
cual Manilio que escribió
de la luna y las estrellas,
que creía inalcanzables
pues solo podía verlas.
Déjame que cante aquí
que andando por las afueras
de la vega del Jalón
alcancé la Vía Láctea
al ver aquellas luciérnagas
centelleando en la hierba
mientras los grillos cantaban
una música de esferas.[ii]
[…]
Déjame, Muerte, que llore
pues los padres trabajaron
unos campos de Aragón,
hoy, eriales solitarios;
déjame que los recuerde
y espere verlos un año,
campos fragantes de lluvia,
trigo, cebada y cilantro,
una tierra que fue cielo
y hoy paraíso olvidado,
nada más que un dios sin fieles
al que nadie va a adorarlo.[iii]
Entre uno y otro poema, todo un libro repleto de genuino bucolismo desenmascara al demonio (cuyas caretas son el progreso y la ciencia), pero al mismo tiempo expresa un sincero respeto y una gran admiración por la Ciencia con mayúscula (Galileo, Newton), con alusiones a una extensa historia de la civilización que va de la cultura grecolatina (Artemisa, Arcadia, etc.) al arte pop:
Viste el demonio caretas,
¿sabes tú cuál lleva ahora?,
la del progreso y la ciencia,
la tecnología loca,
esa que, ahora, a los hombres
los esclaviza y atonta,
esa que al campo condena
al olvido y la derrota.
Pintó Hooper tres halcones
que lo que es el campo ignoran,
están en un bar de noche,
es la Arcadia que les toca,
un Olimpo de silencio
y de soledad idiota,
una Arcadia en que el demonio
se ha ataviado de esa forma.[iv]
Los habitantes de la primitiva Arcadia griega, los ‘pelasgos’, eran humildes pastores, y por mor de esas casualidades fonéticas que antes mencionaba, los habitantes de los valles pirenaicos oscenses reciben el sobrenombre de ‘pelaires’; pero no acaban aquí las semejanzas; según el Diccionario de Autoridades, pelaire es el “oficial de la fábrica de los paños, cuya ocupación es cardarlos a la percha, colgarlos al aire: lo que executan varias veces, llevando el paño al batán y volviéndole a la percha, hasta que les parece estar bastantemente suave. Es voz formada de los nombres Pelo y Aire, de donde se dixo Peláire, y después corrompiendo la voz se dice tambien Peráile, y con uso más freqüente”[v]. Pastores también, pues, como los pelasgos, cardadores de lana de los que toman su gentilicio los oriundos de Biel o de Biescas.
Campos de Aragón, arcadias del recuerdo, sendas de regreso a un mundo interior perdido en la vacuidad de las pantallas que simulan falsos vergeles. Paraísos sin fieles que los adoren, como nos dice al final de su libro Gracia Mosteo.
[i] Gracia Mosteo, J.L. (2024): Campos de Aragón. Olifante Ediciones de Poesía, Zaragoza.
[ii] Gracia Mosteo (2024:19)
[iii] Gracia Mosteo (2024:66-67)
[iv] Gracia Mosteo (2024:42)
[v] Diccionario de Autoridades (1737, tomo V)
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