Nada nuevo hay bajo la luz del sol, y harto difícil es crear algo que mueva al asombro, y aun así siempre he creído que, junto a la risa y la palabra (a menudo en simbiosis) la curiosidad por lo nuevo y la capacidad de asombrarse son fuertes mecanismos sostenedores de la vida humana.
El asombro, y su pariente femenina la admiración, nos mantienen en movimiento y vivifican, pero se siente admiración o asombro por lo que se comprende y puede, en su rutilante simplicidad, aprehenderse, no por lo que, embrollado, nos conduce al desgaste y a la pérdida de energía que es tratar de comprender el barullo de la mente, propia o ajena. Rendirse en retirada puede ser, creo yo, la mejor defensa para el perplejo, porque esta última palabra, que comparte etimología con ‘complejo’, viene según Joan Corominas del latín ‘perplexum’, y significa propiamente ‘entrelazado o sinuoso’, pero en grado de máxima intensidad, ya que el prefijo per- significa, ‘total o completamente’.
Pongamos por caso un escritor: si opta por enredar al lector en un entramado de sucesos estrambóticos trufado de trampas literarias con el objetivo de dejarle atónito, puede que su libro acabe cosechando la más profunda incomprensión: “lo he tenido que dejar, porque no me entero”, dirá el lector ingrato. El asombro, así, deviene de “enterarse”, lo que no quita para que también haya lectores en exceso enterados, que parecen conocer los entresijos de lo que leen incluso mejor que el propio autor, y a los que nos se les pasan por alto los designios y propósitos, conscientes o inconscientes, que subyacen detrás de cada trama, la urdimbre que se oculta tras cada desdichada vida de escribiente, esto es: las realidades biográficas que, innegables, oculta la ficción. Lo mismo que podrán también, seguramente, descubrir la verdad en la mentira, o la luz en las tinieblas. Esto, me parece a mí, es llevar un poco demasiado lejos el concepto de la libertad interpretativa del receptor…
Y hablando de realidades, a mí, la verdad, me intriga de dónde sacan algunos tanta inteligencia como para comprender lo que no es sino un entramado de despropósitos que a alguien se le fue en algún momento de las manos: una trenza de argumentos que, en algún punto, se torció y dio como resultado un embrollo monumental sólo digno de ser desmadejado, deshecho como el peor de los entuertos. “Desfacer entuertos” era el cometido de aquel literario caballero que, inmune a la perplejidad y siempre dispuesto a la admiración y al asombro, podía ver clara y distintamente a los malandrines, los gigantes y los follones por embrolladas que aparecieran las circunstancias. Me puedo imaginar qué clase de justicia les hubiera impartido a esos sujetos, violadores en tropel de nuestros días, con el solo argumento de su lanza y sin el beneficio de la duda.
La perplejidad procede de la imposibilidad de comprender lo que se ha trenzado mal: los argumentos, las palabras, suelen en muchos casos trenzarse de tal modo que ya no se entienda lo que pasó ni lo que se quiso decir en su momento. Además de la Manada, la Madeja, embrollada por quienes los juzgaron, nos han dejado a muchos bien perplejos: como si de una mala novela se tratara, de esas con tantas trampas que uno ya ni se entera de qué va el argumento.
Leave a Reply