No de otro modo, quizás, pueda entenderse que cada veintiocho de diciembre se celebre con tantas burlas y chanzas la Matanza de los Santos Inocentes, que no es sino el recuerdo del infanticidio ordenado por el rey Herodes I el Grande en la ciudad palestina de Belén, hoy ocupada por Israel, donde se cree que nacieron el rey David y Jesús de Nazaret. La guerra de Gaza ha dejado sin fiestas navideñas precisamente a esta ciudad donde se encuentra la Basílica de la Natividad: eso también parece –pero no lo es– una broma. La gruta de la Natividad, en efecto, ha visto menguadas por segundo año consecutivo las visitas de los peregrinos. Pero en el resto del mundo se recuerda, eso sí, con chistes y burlas, el asesinato colectivo de los niños menores de dos años relatado por Mateo en el Nuevo Testamento.
De qué manera puede llegar a celebrarse con chuflas e incluso con el famoso monigote de papel, conocido como ‘llufa’ en catalán, un acto tan sangriento es algo que ha ocupado miles de páginas por parte de los estudiosos de la historia de las religiones. Mircea Eliade lo atribuye en esencia a la reciente desacralización del mundo por parte del hombre moderno. “Digamos de antemano que el mundo profano en su totalidad, el Cosmos completamente desacralizado, es un descubrimiento reciente del espíritu humano”, escribe Eliade[i]; “la desacralización caracteriza la experiencia total del hombre no-religioso de las sociedades modernas”. De ese modo, “el hombre moderno arreligioso asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia. Dicho de otro modo: no acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana […] El hombre se hace a sí mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se desacraliza y desacraliza el mundo”. Esta elección no está exenta de grandeza, nos explica Eliade, pues “en última instancia, el hombre moderno arreligioso asume una existencia trágica”, pero sin que por ello podamos olvidar que este hombre arreligioso desciende del homo religiosus:
“En otros términos: el hombre profano, lo quiera o no, conserva aún huellas del comportamiento del hombre religioso, pero expurgadas de sus significados religiosos. Haga lo que haga, es heredero de éstos. No puede abolir definitivamente su pasado, ya que él mismo es su producto. Está constituido por una serie de negaciones y de repulsas, pero continúa obsesionado por las realidades de que abjuró. Para disponer de un mundo para sí, ha desacralizado el mundo en que vivieron sus antepasados; pero, para llegar a esto, se ha visto obligado a adoptar un comportamiento totalmente contrario al comportamiento que le había precedido, y este comportamiento lo siente todavía dispuesto a reactualizarse, de una forma u otra, en lo más profundo de su ser. Como hemos dicho, el hombre arreligioso en estado puro es un fenómeno más bien raro, incluso en la más desacralizada de las sociedades modernas. La mayoría de los hombres «sin-religión» se siguen comportando religiosamente, sin saberlo. No sólo se trata de la masa de «supersticiones» o de «tabús» del hombre moderno, que en su totalidad tienen una estructura o un origen mágico-religioso. Hay más: el hombre moderno que se siente y pretende ser arreligioso dispone aún de toda una mitología camuflada y de numerosos ritualismos degradados. Como hemos mencionado, los regocijos que acompañan al Año Nuevo o a la instalación en una nueva casa presentan, en forma laica, la estructura de un ritual de renovación. Se descubre el mismo fenómeno en el caso de las fiestas y alborozos que acompañan al matrimonio o al nacimiento de un niño, a la obtención de un nuevo empleo, de una promoción social,etc.
Se podría escribir todo un libro sobre los mitos del hombre moderno, sobre las mitologías camufladas en los espectáculos de que gusta, en los libros que lee. El cine, esa «fábrica de sueños», vuelve a tomar y utilizar innumerables motivos míticos: la lucha entre el Héroe y el Monstruo, los combates y las pruebas iniciáticas, las figuras y las imágenes ejemplares (la «Joven», el «Héroe», el paisaje paradisiaco, el «Infierno», etc.). Incluso la lectura comporta una función mitológica: no sólo porque reemplaza el relato de mitos en las sociedades arcaicas y la literatura oral, todavía con vida en las comunidades rurales de Europa, sino especialmente porque la lectura procura al hombre moderno una «salida del Tiempo» comparable a la efectuada por los mitos. Bien se «mate» el tiempo con una novela policíaca, o bien se penetre en un universo temporal extraño, el representado por cualquier novela, la lectura proyecta al hombre moderno fuera de su duración personal y le integra en otros ritmos, le hace vivir en otra «historia».” (Eliade, 1964:89)
Sírvannos, pues, las inocentadas y cuchufletas para soportar este mundo trágico que la humana modernidad ha concebido. Tal vez no seamos más que simples monos armados, pero armémonos, entonces, con la risa, para combatir la reiterada acumulación de melancolía que deja el sucederse de los años…
[i] Eliade, Mircea (1964): Lo sagrado y lo profano. Editorial Guadarrama
Leave a Reply