Un candil, en efecto, causó la huida del Amor y el abandono del Alma; así lo cuenta Apuleyo en “El asno de oro”. Sucedió que la menor de las tres hijas de un antiguo rey de Anatolia alcanzó tal belleza que los seguidores de Venus comenzaron a abandonar el templo dedicado a la diosa para rendir toda su admiración a la muchacha. Se llamaba Psique (Psycheen latín, Ψυχή en griego), que significa ‘soplo’, hálito vital que se exhala al morir, por lo que desde antiguo ese último aliento se asoció con el alma que escapa, como una mariposa, por la boca del cuerpo inerte. Era tan bella Psique que el dios alado del Amor, Cupido, a quien su madre, Venus, había encargado la tarea de conseguir que la muchacha se enamorase del más horrible monstruo en venganza por la competencia hecha a su imagen , se enamoró a su vez de ella, y para sustraerla de las iras de Venus, la transportó en brazos del suave Céfiro a un maravilloso palacio en el que hallaría satisfacción a todos sus deseos con la sola condición de que, cuando la visitara por la noche, a oscuras, no tratara de verle.
Así, el Alma y el Amor se quisieron con la forma más completa de dicha, y de su unión nacería, andando el tiempo, una hija llamada Placer… hasta que las envidiosas hermanas de Psique infundieron con negras palabras en su corazón la sospecha de que el tierno marido fuera en realidad un espantoso monstruo que, cansado un día de ella, terminaría matándola. “Nada pierdes en comprobar si es así o no. Cuando duerma, enciende un candil para ver quién es”, le aconsejaron. Y ella, al fin, temerosa de morir devorada cualquier noche, prendió un candil y vio, allí dormido, al más bello de los dioses, a su lado. Una gota de aceite de la lámpara cayó sobre la espalda del durmiente que, decepcionado, enfurecido y triste, se marchó de su lado sin decir ni una palabra, pero dejando constancia con su actitud de una única certeza, universal y absoluta, sobre este asunto: “El Amor necesita confianza”.
Fue también un candil, apagado de un soplo, el que permitió al marido ausente hacerse pasar por Bernal Francés en el romance conocido por ese mismo nombre, que según Menéndez Pidal perteneció a un famoso capitán de los Reyes Católicos, hipotético amante de cierta dama del Romancero Viejo a quien esta abre la puerta e introduce en sus aposentos en total oscuridad, con el consiguiente dramático desenlace al descubrir que a quien ha dejado entrar es, en realidad, a su marido:
– ¿Qué tienes, Bernal Francés? ¡No solías ser así! Otro amor dejaste en Francia o te han dicho mal de mí. – No dejo amores en Francia que otro amor nunca serví. – Si temes a mi marido, muy lejos está de aquí. – Lo muy lejos se hace cerca para quien quiere venir, y tu marido, señora, lo tienes a par de ti. Por regalo de mi vuelta te he de dar rico vestir, vestido de fina grana forrado de carmesí, y gargantilla encarnada como en damas nunca vi; gargantilla de mi espada, que tu cuello va a ceñir. Nuevas irán al francés que arrastre luto por ti. |
Esos tiempos oscuros, tiempos de dioses caprichosos y vengativos, de pasiones y traiciones a la sombra de los candiles apagados… Y, sin embargo, la aséptica luminosidad azul de nuestros terminales móviles causa hoy heridas más graves que la gota del aceite del candil sobre la espalda de Cupido, porque, además de trastornar nuestro patrón de sueño, nos supone el secuestro del erotismo, de la magia o incluso del peligro que debe acompañar al inicio de cada relación, o a la sorpresa de cada nuevo sentimiento, a eso, inefable, que hace poco he oído definir así: “como Tinder en directo”.
Leave a Reply