Después de las fiestas del pueblo, todo vuelve a la normalidad. La cuarta ola de calor favorece el poder pasar más tiempo encerrados en casa, ahora sin la familia que, de regreso a la ciudad de origen, han dejado un vacío que estoy gestionando gracias a retomar la escritura y otros hobbies.
No voy a decir que me molesta ver las calles de Campo con gente que va y viene, niños con bicicletas que están por todas las partes y coches aparcados por todos los sitios. En realidad, disfruto de esa eclosión que únicamente se puede vivir durante parte del mes de agosto, ya que el resto del año no es fácil encontrarnos los habituales del pueblo, los turistas y los que emigramos en su día y que tenemos un fuerte vínculo con nuestras raíces. Ahora, con el fin de fiestas, empieza esa otra etapa para poder gozar de la tranquilidad, para pasear por esos espacios, disfrutando del paisaje que poco ha cambiado desde mi niñez. La gente está más relajada; ya no hace falta hacer cola para comprar el pan y otros productos diarios. Se puede conversar tranquilamente, comentando anécdotas transcurridas durante las fiestas o simplemente dedicar unos minutos para hablar de un tema que ya no nos parece tan intrascendente, la temperatura de un verano bochornoso que nos obliga a buscar esos espacios donde los rayos de sol no llegan y a recluirnos las horas fuertes del día en nuestras viviendas.
Cuando estoy en casa, me da la sensación de estar flotando; hay momentos de letargia en los que la pereza se apodera de mí. Queda la posibilidad de salir e ir en busca de alguna amiga que se incorpora ahora al pueblo, de otras que ya estaban, o de aquellas que, después de un viaje, vuelven para recordar a sus familiares. Por momentos las campanadas al dar las horas y los cuartos me sacan de mi abstracción y recuerdo cuando iba a la escuela que estaba pendiente de ese sonido para no retrasarme en las entradas de la mañana y la tarde y para saber cuánto faltaba para acabar la jornada escolar. Esas campanas también eran el medio habitual para avisar acerca de algún incendio que se había producido, cuando alguien había muerto y algún otro acontecimiento ocurrido.
Practico, como si de una religión se tratara, la siesta, no necesariamente acostada en la cama, mientras deseo que lleguen esas horas en las que la gente nos reunimos para tomar algún refresco con su tapita en alguno de los bares que se han convertido en el centro social del pueblo. Después de todo un día bloqueando la entrada de calor del exterior, siento que toca disfrutar de un atardecer en el que las temperaturas se van normalizando con respecto a las alcanzadas hasta ese momento. Me asomo al balcón, deseosa de ver algún signo que aparezca en el cielo como anticipo de un cambio de tiempo, y me pregunto dónde quedaron esos días del mes de agosto en los que las tormentas eran algo habitual, sucediéndose episodios de lluvias. No querría hacer realidad esta frase de Enrique Múgica “La añoranza es el camino previo a convertirse en estatua de sal”, pero quiero consentir esa nostalgia que me reconforta y me permite recordar cómo eran mis vacaciones en el pueblo. La jubilación también hace posible que pueda alargar ese tiempo libre aquí, retomando las rutinas que forman parte de mi cotidianidad.
Leave a Reply