Me gusta la gramática como me gustan los olivares, porque veo en los troncos y en las ramas la espontaneidad de la naturaleza, al mismo tiempo que percibo la serenidad que confiere a los campos roturados el orden impuesto por la mano del hombre. Me transmite una gran paz contemplar, sobre todo al atardecer, la interminable homogeneidad y simetría de las hileras de olivos, cada uno distinto y único, con sus mochuelos y sus aceitunas, mostrando los muñones de las podas y el arranque de los troncos trenzándose sobre raíces parcialmente a la vista. Todo árbol recuerda, en el fondo, la cíclica manera de operar de cuanto existe, mostrando en la raíz su parte soterrada, subconsciente y profunda, en el tronco el cuerpo físico, y el espiritual en las alturas de la copa, que se alimenta de luz y roza el cielo. También las «lenguas naturales» son eso, ‘naturales’; expresión de nuestra dotación biológica como especie; de todas nuestras habilidades, la que más netamente nos diferencia de los otros animales y, al mismo tiempo, un conjunto sistematizado de sonidos, palabras o cláusulas, un código perfectamente organizado para poder ser compartido por todos, y para ser por todos comprendido.
La gramática ha buscado siempre, en la espontaneidad de las lenguas naturales, la explicación racional de los hechos lingüísticos, posiblemente desde el instante mismo en que el primer homínido trató de comunicar su pensamiento o su intención con algo más articulado que un gruñido. También las palabras, como los olivos, tienen raíces; la etimología nos pone en contacto con lo invisible oculto de los significados. Y, en la copa, las palabras se organizan y suman como las hojas, hasta dar forma exacta a lo más frondoso y alto del pensamiento y del arte humanos.
Nunca deja de asombrarme cómo la savia fluye por las venas de las lenguas dejando el rastro de aquellos símbolos atávicos previos a la racionalidad del logos, tiñéndolas y enriqueciéndolas con sus significados primitivos. Por eso cuando leí el pasado día 19 de junio, en la columna de César- Javier Palacios titulada “Manolo el demonio” la historia del lobo así llamado que, desde hace años, campa por sus respetos en tierras de Aragón, no pude por menos que pararme a pensar sobre este animal que Palacios define así: “Es listo. Y rápido, muy rápido. Pero también feroz. Desalmado no, pues se supone que los animales no tienen alma. Mucho menos un lobo solitario como él, famoso desde el momento en que puso una pata en Aragón, donde hacía más de 50 años que se mató al último de su especie. La diferencia es que esos de antaño eran ibéricos y Manolo en realidad es italiano. […] La suya es una historia increíble. La de una manada que un buen día cruzó los Alpes, atravesó media Francia y hacia el año 2000 entró en Cataluña. Joven, inquieto, nuestro personaje siguió camino hasta llegar a los Monegros. […] Hace unos días se convocó una manifestación en Sariñena, acusándolo de grave amenaza para la ganadería extensiva y el medio rural. El lema más coreado fue «O el lobo o nosotros». Otro colega lobuno italiano ha empezado a moverse por la Ribagorza pirenaica. Pero vendrán más. Y la solución no está en escopetas y venenos”.
Nos inquietan los hábitos nocturnos de esos lobos solares -pura contradicción cuadrúpeda- aullando en las noches del solsticio de verano, las más cortas del año, con su ulular más largo. Nos inquietan tal vez tanto porque, desde los albores de nuestra lengua, los refranes están llenos de los temibles, solitarios lobos predadores, como este tan poco conocido que descubrí hace apenas un par de días en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés (S.XVI), en el que el gramático achaca a su interlocutor, Pacheco, el ser “como el ánsar de Cantipalo, que salió al lobo al camino”. No explica el autor renacentista lo que tal refrán significa, dándolo por sabido, pero otro gramático del siguiente siglo, Sebastián de Covarrubias, lo explica así en su Tesoro de la lengua castellana o española: “dízese de los poco recatados que ellos mismos se combidan y ofrecen a los que los han de tratar mal”.
Vamos, pues, saliéndoles al camino a los peligros, no son ellos los que nos asaltan a nosotros. Recuérdenlo cuando, tras saltar las hogueras purificadoras de la noche de San Juan, escuchen el aullido más largo de los lobos en la noche más corta de este año.
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