Poco sabemos, en el fondo, acerca de quién fue realmente María de Magdala y cómo fue su relación con Jesús de Nazaret, pero su nombre viene asociado al llanto inconsolable tanto como a la dulzura de ese bollo típico de Francia que, al parecer, entró en España a través del Camino de Santiago, donde se hizo aún más popular, si cabe, que en el país vecino.
No hay razones ciertas o probadas para decir lo que viene a continuación, pero como siempre las hay para especular, no me reservaré contarles lo que dice la tradición siguiente: que María Magdalena, huyendo de las persecuciones en Tierra Santa, viajó en barca por el Mediterráneo y llegó a Saintes Maries de la Mer, y posteriormente a Marsella, hasta acabar yendo a morir en Aix-en-Provence, desde donde la delicada repostería de las monjas perpetuaría con su nombre el peculiar bizcocho en forma de concha, de tantas evocaciones literarias para Marcel Proust.
Sea como fuere, lo cierto es que el dulce le debe su nombre a la discípula de Jesús cuyas inagotables lágrimas forjaron el dicho de “llorar como una Magdalena”. La cuestión de si el Nazareno y la Magdalena fueron o no esposos, como defienden algunos, parece difícilmente demostrable. Hay más de un indicio en los textos sagrados que muestra que se amaron, y que ese amor fue inmediato, profundo y fulgurante, como se desprende del evangelio apócrifo de María Magdalena, donde Leví (Mateo) le dice a Pedro:
«Siempre tienes la cólera a tu lado, y ahora mismo discutes con la mujer enfrentándote con ella. Si el Salvador la ha juzgado digna, ¿quién eres tú para despreciarla? De todas maneras, Él, al verla, la ha amado sin duda. Avergoncémonos más bien, y, revestidos del hombre perfecto, cumplamos aquello que nos fue mandado. Prediquemos el evangelio sin restringir ni legislar, sino como dijo el Salvador».
El apostolado de la Magdalena ha sido, tras siglos, restituido en cierto modo en épocas recientes: en 1988, el Papa Juan Pablo II se refirió a ella como la «apóstol de los apóstoles», y hace apenas tres años se publicó un decreto, por expreso deseo del Papa Francisco, en el cual se eleva el día de Santa María Magdalena al grado de fiesta.
El amor de Magdalena por Jesús tiene su expresión en una de las más bellas imágenes que puedan concebirse: aquella en la que Jesús, cuando estaba predicando en Galilea, fue asistido por la Magdalena, quien lavó sus pies con aceites perfumados y luego los secó con sus propios cabellos.
La mujer, que aún no sabía que sus lágrimas serían símbolo universal de llanto inconsolable, bien pudo lavar con ellas los pies llagados de su amado Jesús, y secarlos después con sus cabellos. Ungidos con las lágrimas y enjugados con el pelo de la Magdalena, los pies de Cristo se me aparecen como amorosa metonimia que, en mi opinión, no ha sido jamás superada literariamente. Ni tal vez lo pueda ser nunca. La mujer de la que Cristo había expulsado siete demonios, tal vez huellas de siete amores desgraciados, cuando al fin encuentra al verdadero, sabe que ha de perderlo… Para llorar como una Magdalena, desde luego.
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