Imagen: Cuadro de Evelyn de Morgan
Desde hace algunas noches no consigo conciliar el sueño como de costumbre. Será, seguramente, por el calor. Intento recordar imágenes del dios griego del sueño, Hypnos, hijo de Nix, la diosa Noche, y hermano gemelo de Thánatos, la Muerte, y solamente acuden a mi mente agotada las amapolas de la corona que ceñía su cabeza, pues los griegos conocían desde antiguo las propiedades narcóticas de esta flor salvaje. En la duermevela obsesiva me imagino que, como en el cuadro de Evelyn de Morgan, la Noche y su hijo el Sueño sobrevuelan las azoteas y tejados de la ciudad recalentada arrojando por las ventanas abiertas las flores, frágiles como los sueños, de las sedantes adormideras rojas. Pero tal vez solo consigan despertar otro de los efectos que se les atribuye, sobre todo en Oriente: el de la pasión.
La regeneración que producen los sueños profundos es el más benéfico de los dones de esta flor que, en el plano espiritual, representa la vida eterna del alma y su reencarnación, de ahí que se usase en Egipto como parte del ajuar de los difuntos y que se cultivase en los jardines que rodean las tumbas de los reyes aqueménidas, origen de la palabra ‘paraíso’, que significaba arboleda, jardín, huerto o cercado en la antigua lengua persa.
Hoy, no mucho tiempo después de que las amapolas prendidas en la solapa fueran un clamoroso homenaje a los combatientes de la I Guerra Mundial que regaron con su sangre el suelo europeo, se acude a las amapolas blancas como símbolo del anhelo de paz. Las rojas, imagen del amor apasionado, se ofrecen al octavo año de matrimonio: otra de las cosas que regeneran estas flores, al parecer.
La diosa romana Venera, a causa de la muerte de su amado Adonis, derramó con inmenso dolor lágrimas tan apasionadas que de cada una ellas brotó una brillante amapola roja, las mismas que adornan la rizada cabellera del huidizo Hypnos, alimentadas con el extracto del sueño de la tierra. Tal vez aludiendo a ellas el poeta rumano Paul Celan dice lo siguiente en su poema titulado “Corona”:
“Mi ojo desciende al sexo de la amada:
nos miramos,
nos decimos lo oscuro,
nos amamos uno al otro como amapola y memoria,
dormimos como vino en las conchas,
como la mar en el rayo de sangre de la luna.
Estamos abrazados en la ventana, ellos nos ven desde la calle:
¡es tiempo de que se sepa!
Es tiempo de que la piedra consienta en florecer,
que a la inquietud le palpite un corazón.
Es tiempo de que llegue a ser tiempo.
Es tiempo”.
Amapola y memoria (1952) de Celan no es el único libro que recuerdo sobre los poderosos efectos de esta flor efímera que con tanta facilidad se deshoja; el repertorio, cómo no, incluye al iraní Sohrab Sepehri, con cuyos conocidos versos concluyo:
“Mientras las amapolas existan
hay que seguir viviendo”.
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