Coincido con la poeta Carmen Aliaga en la feria del libro de Madrid, y nada más abrir su Jaula de grillos, desde el primer poema, asisto a los dolores que acompañan el largo parto de un libro. Entre las muchas referencias bíblicas, mitológicas, literarias es posible seguir las sinuosidades de un cordón umbilical que alude a la estructura cerrada y circular del libro, concebido por su autora como un corpus único, laberinto de sangre circulante, circunferencia:
Que vendrán nuevos niños
a poblar nuestro hogar
y nadie escuchará
ruido de zapatillas
[…]
-circunferencias-.
El último poema es sin embargo una súplica al amado para que corte un cordón celeste, un cable doméstico que circunda inicio y desenlace, para así, en ese ámbito íntimo, oír las zapatillas arrastrándose/ del primer habitante/ y de los últimos.
Desde la propia contraportada del libro escuchamos las zapatillas de la madre ausente:
Mi madre anda arrastrando
sus viejas zapatillas,
a pesar de que ahora
camina entre las nubes.
El duelo solo parece poder ser mitigado por esa continuidad que se consigue con la convivencia de varias generaciones de una familia en la intimidad de una casa, metonimizada por las zapatillas. Pero este es un poemario que habla de muchas otras cuestiones (no en vano se titula Jaula de grillos para aludir al ruido de la mente, luna redonda de mi cerebro); en él hay referencias cultas a nuestra poesía antigua y a toda esa historia de la que es depositaria, como ocurre con la cantica de Berceo Eya, velar: la letanía sefardita de los que, amenazados, tienen que hacer turnos para vigilar por las noches. El poemario nos mantiene en un constante estado de alerta a través de otra estrofa que se repite en varias ocasiones:
¡Alarma
Alarma
Alarma!
Leerla trasmite la sensación inquietante de quien viera a su primer amor, del que guarda un antiguo secreto aterrador, aparecer de nuevo en su vida como la reencarnación de aquel primer sentimiento, pero con la sospecha de que vuelve con la intención de enterrar para siempre aquel secreto con su muerte; o el alarmante merodeo en un espacio público de la esposa ociosa de aquel antiguo amante, a la que reconoce porque él le había mostrado sus fotos con marital orgullo propietario, pero en las que rápidamente individualizó los rasgos propios la mujer, esos que no puede modificar la peluquera: la mandíbula inferior algo adelantada, las piernas en valgo bajo un tronco demasiado sólido, el contorno difuso de ojos y de cejas, y teme de repente la acusación, el vocerío, el escándalo; pues lo que una vez ocurrió en el ámbito doméstico eventualmente es también susceptible de alarmar y aterrar, los hijos que escaparon, las parejas alcohólicas, los abortos, la ansiedad, los chantajes, los gritos, los portazos, los celos, los somníferos… Por eso se repite un ¡Ay, Amor!, en este libro, que escucho como un desgarrador y reiterado ruego en demanda de auxilio:
¡Ay, Amor!
Requiero una leyenda,
resguardarme deprisa
de las viviendas que quemé (Aliaga 2024:18).
¡Ay, Amor,
este cáliz
apártalo de mí! (Aliaga 2024:22).
¡Ay, Amor!, llévame
lo más lejos posible
del triste protocolo
de mi alfabeto.
Agua.
Agua para el ahogado (Aliaga 2024:23).
Los círculos, a veces, cierran celdas angostas y son cárceles. ¡Amor, ven, rompe, corta el cordón, sálvame! No sé si es lo que quiso decir Carmen Aliaga, pero es lo que le agradezco a esta poeta que me haya permitido entender a mí.
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