Soy feliz, lo reconozco; no ingenuamente feliz, desde luego, porque ya no tengo edad para eso, pero sí lo soy un poco tontamente, y no me importa admitirlo: la sobrevaloración de la inteligencia trae grandes dosis de desdicha, sobre todo a quienes dudan de que se pueda ser feliz sin más motivo que, por ejemplo, contemplar una naranja semihundida en un charco que ha dejado la lluvia en la ciudad; la conciencia de que las naranjas y los charcos existen evita que sombras despiadadas se apropien del mundo. Trataré de explicarme, pero con una pregunta que a mí misma me hago como consecuencia de leer a los más sabios: ¿hace falta ser pobre, humilde y simple para gozar del don de la felicidad? Séneca, a quien leo en la ciudad donde nació, contesta en su tratado De la felicidad que ni sí, ni no, sino todo lo contrario, o sea: que para ser feliz, lo mejor es rechazar toda riqueza, pero si uno la tiene, –como la tenía él, y en grandes cantidades– no por ello debe desprenderse de sus bienes, basta con no darles la importancia que otros –desdichados– les darían.
Y así pasa con todo (salud, riqueza y amor), en el fondo, pues la cuestión de la felicidad (y estos días, con la ciudad inundada de rosas rojas por San Valentín, se hacía aún más patente) tiende a apoyarse mucho en la necesidad, como si de cualquier bien material se tratase: “Tú te mereces ser feliz”, me dijo un día quien no podía quererme, y créanme que no pude evitar la carcajada: “¡Pero si yo ya soy feliz!”, contesté riéndome de buena gana, “incluso más feliz sin tu innecesitado amor (que no es lo mismo que innecesario, pues en lo que se nos suministra por necesidad hay adicción, y en lo no necesitado hay adición) de lo que lo estaría Séneca sin sus riquezas”, continué, riendo esta vez, por no ofender, para mis adentros. Por supuesto, no me entendió: era de los que sobrevaloran la inteligencia. Por eso, menospreciando la mía, insistió, tendiéndome una rosa: “Eres maravillosa, pero no puedo darte lo que tú necesitas y mereces”. En fin…
¿Y qué decir de la felicidad social, del bien común? De eso también sabía mucho, y ahí es a donde quería ir a parar finalmente, Séneca:
“Y sucede lo mismo que en los comicios, en los cuales los mismos que han nombrado a los pretores, se admiran de que hayan sido nombrados cuando ha mudado el inconstante favor; aprobamos y condenamos las mismas cosas; este es el resultado de todo juicio que se falla por el voto de la mayoría”.
Si aprobamos y condenamos las mismas cosas, solo por la mudanza del favor inconstante, habremos de concluir que la felicidad es mutable y, en consecuencia, tal vez no pueda existir nunca una sociedad enteramente feliz –por mor del puro principio de no contradicción–. El gato de Schrödinger, que al mismo tiempo existe y no existe, vive y no vive responde a la misma extraña lógica de aquel amor que, no siendo, podría haberme hecho feliz de haber podido ser, o a la insatisfacción abstracta de la mente que es incapaz de ver que una naranja, semihundida en un charco, contiene en potencia más dosis de felicidad humana que cualquier proyección teorética. Y a lo mejor con los resultados de los comicios pasa como con las riquezas de Séneca: no es que haya que desprenderse de ellos, sino que lo hay que hacer es no concederles importancia. O concederles una importancia relativa, para seguir con el chiste de antes. Estoy segura de que habrán comprendido ya por qué dije al principio que soy feliz, pero un poco a lo tonto.
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