El mecanismo es relativamente simple: una ruedecilla dentada acciona la cuerda que tensiona un cable unido a un péndulo invertido o suspendido por medio de una polea, cuyo peso ajustable produce un movimiento rítmico de vaivén más o menos acelerado.
Le gusta hacer ante los estudiantes el experimento de acompasar diversos metrónomos sobre una base móvil. Coloca para ello tumbadas sobre una mesa dos latas de refresco vacías, a modo de patas, en las que superpone una lámina rígida sobre la que coloca los diferentes metrónomos. Al arrancarlos, cada uno manifiesta un latido propio, pero al cabo de unos segundos se acompasan y marcan el ritmo juntos, con movimientos perfectamente sincronizados. No hay desavenencias ni discrepancias, no hay desorden. Así debe de ser también la vida.
Pero lo que de verdad le gustaría es encontrar el resorte que le permita ajustar un corazón. Más que experto en metrónomos, se hizo experto en abrazos. Así fue como llegué yo a su amplio pecho; el abrazo duró los segundos suficientes para que mi corazón se acompasara con el suyo, pues para retenerme el tiempo necesario me susurró con ternura que, con lo poquito que me había conocido, ya me estaba queriendo mucho.
Las noches siguientes fueron un infierno. El corazón se me salía por la boca, clamando por sentir el suyo; en las sienes se me instaló una sinfonía desordenada y tronante que me impedía dormir: no era sino la consecuencia de haber quedado enamorada, aturdida como un pajarillo que de pronto dejase de percibir los pulsos magnéticos de la tierra y se viera empujado por corrientes de aire traicioneras, incapaz de vencer las fuerzas gravitatorias.
No he vuelto a verle más. Ignoro si lo alejaron de mí otros experimentos con metrónomos y abrazos y corazones varios, en equilibrio o no sobre una base móvil. Pero yo cualquier día, de puro amor, me moriré de arritmia. Y no habrá corazón que pueda remediarlo.
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