Cuenta Ovidio en sus “Metamorfosis”que la bella Semele (a la que al parecer confunde con la griega Leda), pudo hacer realidad el tan humano sueño de volar cuando, huyendo del amoroso asedio de Júpiter, se convirtió en una oca; pero entonces el dios, para poder poseerla, se transformó a su vez en un cisne, y al parecer fueron así felices, hasta el punto de que la dulce Semele puso cuatro huevos, de uno de los cuales nacería la que se ha considerado como una de las mujeres más bellas de la historia, Helena… hasta que la diosa Juno, la esposa legítima de Júpiter, usó también del don de la metamorfosis, y tomando la apariencia de una anciana, se hizo pasar por la nodriza de Semele para embaucarla, diciéndole: “¿Y por qué Júpiter, si tanto te ama, no se aparece ante ti en toda su divina majestad? Pídele que, en prueba de su amor, venga a verte bajo la misma forma con la que visita el dormitorio de la divina Juno.” Y la ingenua Semele, incapaz de discernir el peligro que encierran las palabras venenosas más que cuando ya no hay remedio, le pidió a Júpiter que le hiciera una merced, en prueba de su amor. “Pide lo que tú quieras, te daré cualquier cosa que desees”, le contestó el enamorado dios de dioses, y Semele entonces le pidió lo que la falsa nodriza le había aconsejado. Rogó Júpiter que le pidiera lo que fuese salvo eso, pero Semele no cedió, y el dios tronante había dado de antemano su palabra… Con gran pesar, apartó las nubes, abrió los cielos, y dejando lo más lejos que pudo su poderoso rayo, bajó a ver a Semele, como había prometido, manifestándose en su divina naturaleza, de modo que cuando Semele corrió a abrazarlo, quedó inmediatamente reducida a cenizas. Es lo que pasa cuando a un dios le da por abrazar a una mortal, bien lo sabía Júpiter: mejor es ser un cisne para una oca.
A muchos nos pasa lo que a la ingenua Semele, que no somos capaces de ver la ponzoña que ocultan las palabras de quienes, adoptando otra personalidad, se nos acercan con zalamerías, hasta que ya es demasiado tarde, y arden como pavesas esas plumas con las que cándidamente nos creímos capaces de realizar el sueño de volar.
Otra lección del cuento es, por supuesto, que hay que cuidarse mucho del amor de esos seres cuya excelsitud es tal que con un solo abrazo nos consumen: tanta divinidad chamusca. Y la última lectura, la del final feliz que no puede faltar en estos casos -porque la ingenuidad tendrá su precio, pero no ha confundirse con la maldad, que merece ser siempre castigada- tiene también su moraleja: el último retoño de Júpiter rescatado del vientre de Semele, que creció implantado en el muslo de su padre (por lo que recibió el nombre de Dionisios o ‘dos veces nacido’) bajó para liberar a su madre al Averno (cuyo nombre viene de ‘Áornos’, que significa ‘lugar sin pájaros’); y por si esto no fuera suficiente la diosa Némesis, al cabo, vino a divinizar a Semele, pues de todas las culpas y de toda maldad ha de quedar memoria para siempre, y no hay mejor manera de lograrlo que la reparación permanente del daño, para eterno oprobio del malvado; y así de las cenizas de una oca resurgió como un fénix femenino la crédula Semele.
Leave a Reply