Un paisaje de olivos se extiende hasta arañar el horizonte con su mágico don de eternidad. La niebla, deshilachada ya por la aurora, da un toque ahumado a la visión. Se puede ver el frío, no sentirlo, desde el interior cálido del vagón de segunda. Para no olvidar quién es, lleva siempre consigo aquel petate militar con el que salió de su país una mañana, helada como esta. Viaja en clase turista y jamás coge un taxi si no es inevitable. Su dinero aguarda otro destino.
Ha llegado a lo más alto de sus esperanzas, cumplido uno tras otro sus mayores sueños. Tuvo el valor de amar, lo apostó todo, por segunda vez, ante la estupefacción de quienes lo creían cómodamente muerto en vida para siempre, y salió bien: con su amor de la mano, ha podido volver a caminar hacia el lentisco solitario que divisaba de niño desde la recuperada casa de su abuela, en medio de las dunas de yesos polvorientos de un paisaje casi lunar, y atragantarse de felicidad con el aire mineral de su infancia.
Siempre que se dirige a su auditorio, en sus charlas de Estética, aprovecha cualquier ocasión para repetir su frase preferida: “La Belleza comienza con nuestros pensamientos”. Carga con su petate al hombro porque el cansancio le acerca a su esencia más humana. No lleva apenas nada, porque nada quisiera poseer, salvo la intención de la belleza. Cada treinta y uno de diciembre reconstruye mentalmente el camino desde la casa solitaria hasta su pueblo. Pide un solo deseo, siempre el mismo: no procurar tener antes de ser, ni pretender tener antes de amar.
Quiere comprar la escuela en la que fue maestra para niñas su madre algunos años, y así será. Para eso trabaja. Reconstruirá sus muros, ahora abandonados.
Cuando acabe la guerra.
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