Podría definirse como el amor o la amistad al licántropo, el temido hombre lobo.
En la tradición grecolatina, de donde procede el término, la transformación del hombre en lobo venía asociada al canibalismo, pero posteriormente el mito se va dulcificando –recordemos que es una loba la que amamanta a Rómulo y Remo– e incluso se van introduciendo elementos románticos en las historias sobre licantropía.
A menudo, en especial en las leyendas del ciclo artúrico, el hombre se transforma en lobo por amor a una dama, la cual generalmente le traiciona del siguiente modo:
Antes de convertirse en lobo, el varón debe desnudarse completamente, y para retomar su forma humana, a su vez, debe recuperar sus ropas y vestirse. La dama traidora suele robar las ropas al lobo de modo que no pueda volver a su estado humano, quedando así ella libre para unirse a otro hombre.
Es curioso que la condición de hombre lobo esté ligada a la absoluta desnudez, lo que simbólicamente haría alusión al estado primitivo, “desnudo”, de los instintos animales. Y el canibalismo es también una de las formas en las que se manifiesta ese instinto animal en el licántropo: Manuel Blanco Romasanta (su nombre no deja de resultar una ironía) fue un conocido asesino en serie del siglo XIX al que se creyó afectado por esa extraña patología que se conoce como “licantropía clínica”, una psicosis por la que el enfermo cree transformarse en animal. Romasanta en un principio se llamó Manuela, ya que aparentemente nació mujer, pero a los ocho años fue de nuevo registrado como varón, con el nombre de Manuel. Era, según se lee en los anales sobre el caso, de estatura baja (no llegaba al metro cuarenta), de pelo más bien claro y de facciones aniñadas o afeminadas. Considerado un verdadero “sacamantecas” gallego, fue condenado a muerte por sus más de trece crímenes, pero no se le llegó a ejecutar al considerársele afectado por licantropía clínica. Su muerte también es un misterio: algunos investigadores dicen que murió en la prisión de Allariz, donde cumplía condena, otros que en el Castillo de San Antón en La Coruña, y una tercera hipótesis apunta a que pudo morir en una prisión de Ceuta, de cáncer de estómago (donde las dan las toman: las moralejas de las leyendas no perdonan, y un antropófago no merece morir de otro modo que aquejado de los terribles dolores de un tumor maligno en el estómago).
Pero no todos los licántropos de nuestra historia manifestaron esa terrible ferocidad de Romasanta; algunos incluso llegaron a tener una intervención decisiva en los destinos de nuestro país. Ojeando el programa de unas jornadas dedicadas a la Corona de Aragón programadas para el próximo mes de junio en la Academia de la Historia de Madrid, me vino a la mente una leyenda que narra ciertos hechos del periodo histórico correspondiente a la creación de la corona española, que no creo que se vayan a mencionar en tales jornadas, así que lo haré yo aquí: según ciertas leyendas del folclore español existió una familia de licántropos que vivía en Castilla al menos desde mediados del siglo X, los “Zerra” o los “Sierra”. Destacaron estos por la protección que brindaron a la ciudad de Toledo contra los ataques de los mercenarios en tiempos de Alfonso III. Se cuenta que los licántropos de esta familia, educados y diplomáticos, prestaron su ayuda para que se pudiera llevar a cabo el acuerdo matrimonial entre Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón. Tras la unión de los dos reinos, con la que se inició la monarquía de España, parece que los Sierra emigraron a Toulouse y que más tarde, aprovechando la colonización de América, reaparecieron en la Isla de San Bartolomé, que era colonia francesa. San Bartolomé, curiosamente, murió desollado en martirio, y la iconografía suele representar al santo, por ese motivo, con su propia piel recogida sobre el brazo, como si de un manto se tratase.
Retomamos, pues, el tema de las vestiduras: el principal problema del licántropo no es, como se ha visto, convertirse en lobo, para lo cual solamente debe desnudarse, sino volver a su estado humano. Porque para ello necesita recuperar sus ropas. Si no las encuentra, trata de volver a integrarse entre nosotros utilizando la piel de alguna víctima para cubrirse, esto es: la de un cordero desollado, con la que disimula su condición de lobo. El cordero y San Bartolomé comparten el ser víctimas inocentes del martirio del desollamiento (si bien al hombre lobo tampoco se le considera culpable de su maldad, sino víctima de fuerzas que le superan, de los instintos animales). Llama poderosamente la atención que los Sierra reaparecieran en la isla llamada San Bartolomé, como también que la bellísima ermita románica de San Bartolomé, único resto del monasterio templario de San Juan de Otero, en las proximidades de San Leonardo de Yagüe, se encuentre, precisamente, en el Cañón del Río Lobos. Curiosidades de la historia de nuestro país, que dan mucho que pensar a esta que aquí escribe…
Leave a Reply